Navidad es el tiempo que provoca más sentimientos encontrados: alegría, fiesta, luces, decoraciones, compartir en familia y con los necesitados, bailes, arbolitos, viajes para encontrar a las personas lejanas, almuerzos, cenas y fuegos artificiales; sin embargo, al mismo tiempo, soledad por las personas que se encuentran lejos de su familia, tristeza y llanto, por los seres que faltan, por las celebraciones que ya no se pueden realizar, quien no encontró dinero para preparar su Cena de Navidad, quien está en la cárcel, en el hospital o en un Hogar de Anciano.
La misma realidad que se presenta en la sociedad, se repite al interno de la Iglesia. La alegría por quien va a Misa, quien comulga, quien vive en santidad de vida, quien propicia en su entorno el amor y la paz, quien participa de los grupos apostólicos, quien comparte lo poco que tiene con los más vulnerables (Hch 20,35), por quien sirve (Mt 20,28), quien, en vez de destruir al hermano, lo asiste, lo defiende y lo ayuda; y la tristeza, por quien se siente excluido, que no puede participar de la Comunión, quien se casó por la Iglesia, su matrimonio fracasó y ahora no puede vivir la fe como desea, la madre soltera que no se ha vuelto a acercar a los sacramentos o a quienes la Iglesia nunca le ha brindado asistencia por considerar que viven en pecado.
En ninguno de los dos casos presentados, estamos hechos para la tristeza y la exclusión, sino para la alegría, la inclusión y la fraternidad. En ese sentido, la Iglesia, que vive, celebra y propicia la Navidad es, por misión y mandato de su Fundador Jesucristo, el lugar de la acogida, del amor y de la paz.
El pesebre de Jesús en Belén se convirtió en el lugar de la acogida, donde se reconoció el valor de ser persona divina: Jesús, el Santo, junto a todas las personas humanas: María, José, los pastores, la multitud del pueblo convocado por el Edicto del emperador César Augusto, siendo Quirino, gobernador de Siria (Lc 2,1-4); los animales típicos del tiempo de Jesús que, aunque el relato del nacimiento no lo especifica, los más comunes entre las familias judías, eran los bueyes, las ovejas, los mulos y los burros.
El pesebre, es el lugar donde Dios quiso volver a reunir su Creación; el mismo lugar, donde estaría recreando su universo y rehaciendo la Alianza establecida con el Pueblo de Israel; es su Iglesia, manifestada en Pentecostés, lugar de la acogida, espacio donde caben todos los hermanos, donde se hablan todas las lenguas (Hch 2,1-25); la Iglesia es el lugar de santos y los necesitados de salud y misericordia, “no he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,32), dice Jesús.
De aquí que, la Iglesia que surge del pesebre con el Niño Jesús acostado, es la Iglesia de todos, de la ternura, del que abraza al hijo lejano, al rebelde, al enfermo, en pecado. Es la Iglesia de la fiesta, del amor y de las luces, pero, al mismo tiempo, es la Iglesia accidentada, sin techo, sin alojamiento, sin acogida, perseguida, “censada” por las autoridades. Es la Iglesia del Papa Francisco: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49).