Por Odalis Susana Gil
En el devenir de nuestras vidas, nos encontramos inmersos en un mar de preguntas que buscan dar sentido a nuestra existencia. ¿Cuál es el propósito de nuestra vida? ¿Cuál es nuestro fin último en este mundo terrenal? Son interrogantes profundamente arraigados en nuestra alma, anhelando respuestas que calman nuestra sed espiritual y nos guíen en nuestro camino de fe.
El sentido y el fin de nuestra vida encuentran su raíz en la creación amorosa de Dios. Desde el momento en que fuimos concebidos en el seno materno, Dios nos ha dotado de un propósito único y sagrado. Somos criaturas amadas por un Creador compasivo, llamados a manifestar su amor y su luz en el mundo a través de nuestras acciones y nuestro testimonio de fe.
Nuestra existencia tiene un propósito trascendental: crecer en comunión con Dios y con nuestros semejantes, cultivar virtudes que reflejen la imagen divina en nosotros y trabajar por la construcción del Reino de Dios aquí en la Tierra. Este propósito nos invita a vivir con generosidad, compasión, justicia y amor, buscando siempre el bienestar y la dignidad de todos los hijos de Dios.
A medida que avanzamos en nuestro camino espiritual, descubrimos que el verdadero fin de nuestra vida va más allá de las metas terrenales y los logros materiales. Nuestro fin último es la unión plena con Dios, la comunión eterna con Aquel que nos creó y nos llama a ser coherederos de su Reino. Es en esta unión íntima con Dios donde encontramos la plenitud de felicidad y paz que anhelamos en lo más profundo de nuestro ser.
El camino hacia este fin último implica un constante crecimiento espiritual y una profunda transformación interior. A través de la oración, la meditación en las Sagradas Escrituras, la participación en los sacramentos y la búsqueda de la santidad, podemos acercarnos cada vez más a la imagen que Dios tiene para nosotros: seres de luz y amor, reflejo de su divina presencia en el mundo.
Es importante recordar que cada uno de nosotros tiene un rol único en el plan divino. Dios nos ha dotado de talentos, dones y habilidades específicas para que podamos contribuir de manera significativa al crecimiento de su Reino. Al discernir y poner al servicio de los demás nuestros dones, nos convertimos en instrumentos de la gracia divina, llevando esperanza y consuelo a aquellos que más lo necesitan.
En medio de las adversidades y desafíos de la vida, es fundamental recordar que Dios camina a nuestro lado, sosteniéndonos con su amor incondicional y su misericordia infinita. Aunque a veces el camino parezca oscuro y lleno de incertidumbre, podemos confiar en que Dios tiene un plan perfecto para cada uno de nosotros, un plan de amor y redención que nos lleva hacia la plenitud de vida en él.
En última instancia, el sentido y el fin de nuestra vida residen en nuestra capacidad para amar y ser amados por Dios y por nuestros prójimos. En este amor mutuo y desinteresado encontramos la verdadera razón de nuestra existencia, la razón por la cual fuimos creados a imagen y semejanza de Dios: para amar y ser amados, para glorificar su nombre y compartir su luz en un mundo sediento de esperanza y redención.
Que en nuestra búsqueda del sentido y fin de nuestra vida encontremos en cada momento la presencia amorosa de Dios, que guía nuestros pasos y nos sostiene en su gracia. Que cada decisión, cada palabra y cada acción estén impregnadas del amor divino que nos llama a ser testigos de su amor y misericordia en este mundo necesitado de sanación y reconciliación. Que nuestra vida sea un reflejo viviente de la presencia de Dios entre nosotros, guiándonos hacia la plenitud de vida eterna que solo él puede ofrecer. ¡Que así sea, amén!